1 feb 2017

1988-BATMAN THE CULT – Jim Starlin y Bernie Wrightson


“Batman: El Culto” apareció originalmente como miniserie de cuatro números en formato prestigio, en 1988. Eran los años en los que el Hombre Murciélago estaba en la cima de su popularidad gracias al éxito obtenido por “El Regreso del Caballero Oscuro” (1986) y “Batman: Año Uno” (1987) de Frank Miller, obras que marcaron un nuevo camino para el personaje, que a partir de este momento transitaría por derroteros más tenebrosos, tanto desde el punto de vista gráfico como conceptual. Aquel mismo año 1988, Alan Moore y Brian Bolland realizarían “La Broma Asesina” y poco después se le daría un trágico final al personaje de Robin en “Una Muerte en la Familia” (1988). “El Culto” formó parte, por tanto, en ese golpe de timón que DC dio a uno de sus personajes emblemáticos, apartándolo del comic juvenil para introducirlo, tanto en su formato (miniseries en formato prestigio, números únicos) como en el tono de sus historias, en el ámbito del entretenimiento para lectores adultos.

“El Culto”, pese a la categoría de sus creadores, no ha resultado ser tan influyente o popular como las otras obras mencionadas más arriba; y ello aun cuando imitó no pocos elementos de aquéllas. Veamos por qué.



Mientras investiga la desaparición de los vagabundos de la ciudad, Batman es capturado por el diácono Joseph Blackfire y aprisionado en el sistema de alcantarillas de la ciudad. Éste carismático predicador se presenta públicamente como benefactor, pero en realidad ha reunido secretamente un ejército de desesperados con los que pretende sembrar el caos y tomar el control de la ciudad. Batman es sometido al tratamiento clásico para lavar cerebros: hambre, privación de sueño, tortura mental y drogas, hasta que acaba uniéndose a las filas del diácono y participando en su campaña de eliminación violenta de delincuentes y criminales.

La población de la ciudad se divide. Algunos se dan cuenta del peligro que supone este ejército de las sombras, por mucho que sus víctimas sólo sean malhechores. Otros, en cambio, se alegran de que por fin aparezca alguien que se ocupe de los criminales en sustitución de unas abrumadas autoridades. La confusión es todavía mayor cuando empieza a circular el rumor de que Batman se ha pasado a las filas de Blackfire.

Es Robin quien encuentra a su mentor y lo rescata, aunque su mente y su cuerpo se hallan muy quebrantados por las privaciones y las drogas. En los
días siguientes, mientras Batman recupera fuerzas y determinación, Gotham cae en una espiral de muerte y locura. Los esbirros de Blackfire asesinan al alcalde y los concejales y hieren gravemente al comisario Gordon. La policía sufre muchas bajas, vagabundos de otras ciudades llegan para engrosar las filas del ejército del diácono, y el gobernador, superado por las circunstancias, decide declarar la ley marcial y evacuar la ciudad. Entonces, cuando más se los necesita, reaparecen Batman y Robin a bordo de su nuevo Batmóvil, una especie de tanque sobre gigantescas ruedas. Utilizando armamento pesado, se abren paso diezmando el ejército de vagabundos. Todo terminará, claro, con un duelo singular entre Batman y Blackfire.

En 1990, con ocasión de la reedición de la obra en un volumen único, Jim Starlin escribió una introducción con algunas reflexiones suyas en torno al personaje, su evolución y cómo lo había interpretado él. Mencionaba cómo a mediados de los cincuenta, la censura ejercida por los grupos más reaccionarios relegó a Batman a absurdas aventuras en las que peleaba con alienígenas a
plena luz del día. A mediados de los sesenta y principios de los setenta, se fue recuperando paulatinamente el lado más detectivesco y nocturno del personaje hasta que, ya en los ochenta, las obras mencionadas al inicio dieron una vuelta de tuerca adicional a Batman, convirtiéndole muchas veces en un antihéroe con serios desequilibrios mentales. Starlin se quejaba también en esa presentación de que su propia historia, “El Culto”, había recibido críticas por la violencia que contenía, achacándolas al mismo tipo de mentalidad ultraconservadora que casi acaba con los comic-books treinta años atrás.

Lo que no se puede negar, es que “Batman: El Culto” rezuma violencia y la cuestión no es tanto si resulta excesiva o incluso si debería eliminarse por completo, sino que su utilización resulte adecuada y coherente. Y, en este sentido, creo que Starlin se dejó llevar hasta extremos poco razonables, probablemente influido por el nuevo tono que dominaba a Batman –y pronto, el resto
de superhéroes- por aquellos años. Aunque hay autores que hoy ya han conseguido superar ese estadio, en un medio tan conservador y autorreferencial como el del comic-book americano se ha interpretado tradicionalmente que para que un comic sea maduro, “adulto”, debe incluir sexo y violencia, esas cosas que los mayores hacen y los niños no. Esto, por supuesto, es una reducción simplista propia de una mentalidad más adolescente que adulta. El nivel de madurez una historia se mide por la complejidad de su argumento, la sutileza de la puesta en escena, la profundidad de los conceptos que se manejan o el desarrollo y riqueza psicológica de los personajes, no de que haya mucha sangre ni abundantes desnudos. El problema es que hubo demasiados autores que no supieron entender esto tan bien como lo habían hecho Frank Miller o Alan Moore. Starlin fue uno de ellos.

Las primeras palabras con las que se abre el comic son “Esto es demencial”, un ajustado resumen
de todo lo que vendría a continuación. La locura es uno de los temas que se tocan en la miniserie, locura que, en mayor o menor medida informó la visión que muchos autores tuvieron del personaje desde mediados de los ochenta hasta bien entrados los noventa. Para ellos, Batman era un perturbado, alguien con un serio problema psicológico, obsesionado por su misión justiciera hasta el fanatismo y atormentado por la muerte de sus padres, un trauma que no había conseguido superar. Y, efectivamente, según nos dice Starlin, basta con que Blackfire le de un empujón para que su mente se venga abajo y acabe convertido en un verdadero psicópata. Delirios, paranoia, sociopatía y psicopatía están, en diferentes grados, muy presentes tanto en Batman como en quienes le rodean.

La historia comienza con una ensoñación en la que Bruce Wayne se ve a sí mismo de niño vagabundeando por una versión gótica de la mansión familiar, asentada sobre una colina empinada, cubierta de sombras y recortada sobre un cielo ensangrentado. Se encuentra con el Joker, que le espeta: “¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí? ¡Qué niño tan mono! ¡Justo mi tipo!”,
antes de revelar que lleva un chaleco lleno de dinamita que hace explotar…en un estallido de flores. El joven Wayne se transforma entonces un Batman adulto, con los ojos enrojecidos y expresión salvaje que deshace a hachazos al Joker. Sí, de acuerdo, toda la secuencia no era más que un delirio causado por las drogas, pero que marca bastante bien el tono de la historia que vendrá a continuación.

Y ello poco después de que Starlin se quejara en su introducción de que la censura hubiera despojado al Caballero Oscuro de su “pavorosa cólera y obligado a ser algo que no era: una sonriente figura paterna”. El problema es que aquí el guionista, en su afán de evitar ese enfoque “buenista” llega al otro extremo, ofreciendo momentos verdaderamente bizarros, como el de Batman descuartizando con un hacha a su archienemigo.

La violencia y la sangre van en aumento conforme avanza la trama. De hecho, quizá sea el tebeo de Batman con más páginas cubiertas de sangre Cuando terminan con los grandes criminales, los seguidores de Blackfire atentan contra pequeños delincuentes, como un simple adolescente que
actúa de correo para un traficante, y al que los vagabundos asesinan brutalmente –fuera de plano, eso sí-. El propio Batman participa de esa orgía de tiros y en un momento determinado, llega a fantasear con ametrallar a su tenaz enemigo Dos Caras: “Lo único que importa es lo bien que sienta. Me siento genial. Tendría que haberlo hecho hace mucho tiempo”. Al final, resulta que a quien ha abatido es a un mafioso y que, además, estaba bajo la influencia de las drogas de Blackfire. Aún así, es un momento brutal que no parece casar bien con la naturaleza íntima del personaje.

El clímax de esta espiral llega cuando Batman y Robin acaban utilizando un Batmovil más militarizado que nunca, con ametralladora antiaérea y lanzamisiles incluidos. Se nos dice que las armas disparan dardos tranquilizantes, pero el dibujo no acompaña tal afirmación y las escenas en las que los héroes entran a sangre y fuego en Gotham, destrozando a diestro y siniestro, rezuman violencia. El propio Batman parece disfrutar cuando arrasa propiedad privada (“Eso ha sido muy catártico”, dice) sin que, aparentemente, salga herido ningún inocente. Igualmente chocante resulta ver al dúo utilizando armas automáticas, algo que el personaje ha aborrecido siempre. En
“Batman Beyond”, Bruce Wayne se retira al verse forzado a utilizar un arma de fuego. En “El Caballero Oscuro”, también se ve obligado a usar una pistola en un momento de desesperación, pero no sin afirmar que éstas son las armas del enemigo.

Starlin intenta justificarlo diciendo que, dado que se van a enfrentar a un verdadero ejército, “su armamento debe adecuarse a ello”. Tal argumento podría valer si no fuera porque no mucho después dejan fuera de combate a grupos enteros recurriendo a la simple –y mucho menos agresiva- estratagema del gas anestésico. En un momento dado, cuando una de las armas que Batman utiliza se encasquilla en el instante menos oportuno, dice: “Otra razón por la que odio las armas de fuego…No son fiables”. Debería haber sólo una razón fundamental para que rechazara su uso y, desde luego, no es la fiabilidad.

Al final, da la impresión de que ese despliegue armamentístico estaba más dirigido a impactar al lector que a responder a necesidades del argumento y, en no poca medida, resultó profético respecto al devenir que tomaría el comic de superhéroes en la siguiente década.

Pero es que, además, resulta excesivamente brusco el giro que Starlin da en toda la última parte.
Lo que había ido desarrollándose como una historia de thriller y terror psicológico, acaba transformándose en algo tan poco sutil como las películas de acción tan en boga en los ochenta en las que parece inspirarse esa larga secuencia: tiros, peleas, explosiones a mansalva y frases altisonantes.

Por otra parte, y relacionado también con la estructura narrativa, Starlin recurre en exceso a las viñetas-pantalla de televisión que tan famosas se habían hecho en “El Regreso del Caballero Oscuro” de Frank Miller (aunque tres años antes, Howard Chaykin ya las utilizaba en “American Flagg”). Además de servir para separar escenas, son un buen recurso a la hora de reflejar el tono social, añadir puntos de vista diferentes, explorar las consecuencias que sobre el entorno tiene la trama principal y aportar cierto comentario social. Starlin lo utiliza con el mismo propósito y obtiene resultados irregulares. El problema es que la impronta que dejó Miller al utilizarlo de forma tan acertada en una historia tan seminal como la suya es demasiado fuerte y uno no puede sino pensar que, tan solo dos años después, Starlin, ya por entonces un narrador experimentado y de larga trayectoria, se limitó a plagiarlo. Además, y como muchas imitaciones de “El Regreso del Caballero Oscuro”, “El Culto” no es ni de cerca tan inteligente y subversiva.
Miller se servía de los programas televisivos, noticiarios y entrevistas para ofrecer una visión demoledora de una sociedad decadente en la que los hipócritas, los incompetentes y los que presumen de progresistas eran jaleados públicamente. Lo más parecido que encontramos en “El Culto” es cuando un concejal afirma ufano a su entrevistador que Gotham ha sido la primera ciudad en resolver el problema de los sin techo.

“El Culto” se toma a sí misma tan en serio y es tan estridente en su tono y desarrollo, que difícilmente puede construir un discurso crítico sobre el uso manipulador de la política o la religión. Los sicarios de Blackfire no tardan en sembrar el caos por las calles de Gotham, asesinando criminales primero y luego a todo el gobierno de la ciudad. Y, aun así, sigue habiendo defensores del diácono entre la población. Entiendo lo que Starlin trata de decir en el fondo, pero resulta increíble que la mayoría de los ciudadanos fueran incapaces de ver quién era el responsable de las matanzas. La historia los retrata como individuos disociados de la realidad, cuando no retrasados. En lugar de optar por una ambigüedad que sustentara la impresión de ese sector de la población, el guión cae en lo disparatado, convirtiendo a Blackfire en un auténtico monstruo: esclaviza a los
ciudadanos inocentes, se baña en sangre humana y mantiene cadáveres degollados colgando de los pasadizos de su guarida… todo ello sin que ninguno de sus seguidores –muchos de los cuales no eran fanáticos sino vagabundos provenientes de otros lugares- levante una ceja.

La influencia de Miller se hace también patente en otros “detalles”: El clímax de ambas historias, con revueltas en Gotham, las autoridades colapsadas y Batman tratando de recuperar el orden, son similares; el Batmóvil “tuneado”; la versión afeminada del Joker; la narración en primera persona con un tono desabrido y cínico: “Ya he visto otros como ellos”, reflexiona cuando se enfrenta a un puñado de criminales adolescentes. “Criaturas sin conciencia ni remordimientos (…) Decido ser suave con ellos…Pero no demasiado”. Starlin replica el estilo de Miller… olvidando su ironía y vertiente satírica. Es como si se hubiera tomado completamente en serio “El Regreso del Caballero Oscuro” y verdaderamente pensara que ese Batman hastiado y amargado fuera el ideal al que debiera aspirar el personaje.

Otro ejemplo: en el cuarto episodio, Bruce Wayne vuelve –otra vez más- a rememorar la noche del asesinato de sus padres en una plancha compuesta por quince viñetas, colocadas apenas sin espacio entre sí con el fin de crear tensión. Es una técnica que Miller había utilizado con acierto en “El Caballero Oscuro” pero aquí, sin embargo, lejos de resultar novedoso parece imitativo. En lugar de idear formas de reinventar el mito conceptual o visualmente, Starlin se limita a reciclar lo ya ofrecido por otro.

Otro de los principales problemas que le veo a este comic es su villano. Los detalles de su religión inventada son muy vagos y poco consistentes, con un discurso tópico articulado alrededor de conceptos tan etéreos como “luz”, “oscuridad”, “pecado”, “redención” o ”verdad”. Su aspecto sano y fornido y la coleta de pelo blanco recuerdan a un seguidor de la New Age, pero su autoproclamado cargo de diácono, su atuendo negro y el alzacuellos blanco lo identifican de forma bastante inequívoca con el cristianismo.

El problema es que Starlin nunca llega a definir realmente la naturaleza de este individuo. ¿Es
simplemente un gran estratega, carismático, ambicioso, manipulador e inteligente? ¿O, por el contrario, es un agente de fuerzas sobrenaturales que le respaldan y ayudan? No sólo afirma que ha vivido siglos y que ha conseguido su inmortalidad gracias a recibir regularmente baños de sangre humana, sino que los archivos de la policía contienen informes suyos que se remontan al siglo XIX. Ahora bien, la historia nunca llega a decidirse por ninguna de estas dos versiones, presentando evidencias que apuntan a su filiación sobrenatural, sí, pero sin la convicción suficiente como para poder tomárselo como algo definitivo. Al fin y al cabo, en el duelo final con Batman, aparte de disfrutar de una buena forma física, Blackfire no demuestra en ningún momento estar a la altura física de su oponente.

El propio Starlin, en la introducción que mencionaba más arriba, nombró específicamente a telepredicadores como Tipper Gore o Jesse Helms, gente reaccionaria y tendenciosa que utiliza su talento retórico para manipular a sus seguidores. Ése es el tipo de villanos que dan miedo, mucho más, si cabe, que los grotescos chiflados a los que a menudo debe enfrentarse Batman. Por eso creo que no había necesidad de construir un discurso místico
alrededor del diácono Blackfire, inmortalidad incluida. Un individuo sin poderes ni respaldo sobrenatural que gracias a su sola inteligencia y carisma es capaz de reunir un ejército de entregados seguidores, subyugar a toda una ciudad y esclavizar a alguien de la fortaleza mental de Batman, transmite mucho más poder y terror que alguien con capacidades superhumanas.

Durante un tiempo, pareció al menos que los guionistas de la editorial iban a respetar el dramático final del diácono Blackfire en “El Culto”. Pero era cuestión de tiempo que lo trajeran de vuelta. En una idea mala como pocas, lo resucitaron como zombi para convertirlo en un Linterna Negra en la saga “La Noche Más Oscura” (2009) y Scott Snyder y James Tynion IV lo recuperaron para “Batman Eternal”, haciendo de él, ahora sí, un ser sobrenatural.

Mejor parado sale Jason Todd, el Robin de turno en esta historia y eso aun cuando Starlin le tenía verdadera ojeriza al personaje, prefiriendo en cambio al Batman oscuro y solitario. No es que Starlin le preste aquí demasiada atención a Robin, pero al menos el muchacho cumple con su función de pupilo leal y ayudante eficaz. Tanto Starlin como Wrightson lo retratan no como el alegre muchachito que se podía leer por esas mismas fechas en
“Detective Comics” (a manos de Mike W.Barr y Alan Davis) o el problemático e irritante adolescente que el propio Starlin escribiría en la serie regular de Batman (como represalia por no haber recibido el visto bueno a matar al personaje), sino como un joven ya de cierta edad, bien formado físicamente y lo suficientemente sensato como para tomar por su cuenta decisiones maduras. Su papel en la historia es discreto pero esencial. Por una vez, Robin no resulta un añadido superfluo y cargante.

Hay otros puntos en los que la historia flaquea peligrosamente. Aunque buena parte de ésta se centra en narrar el proceso de descomposición mental de Batman, lo cierto es que se nos revela poco acerca de lo que hizo mientras estuvo bajo la influencia de Blackfire. ¿Mató verdaderamente a alguien o se detuvo a tiempo? ¿Cómo procesa la culpa por sus actos? Starlin no enfrenta a Batman con las consecuencias de lo que ha hecho. Sí queda claro que las experiencias por las que ha pasado le han trastornado, pero la historia no profundiza en el tema. Bruce descansa un poco en su mansión, reúne algo de coraje, prepara el equipo y sale a pelear de nuevo. Todo ese proceso está narrado
de forma muy superficial dado la escala de lo que está en juego y el trauma por el que ha pasado, una derrota como no había tenido nunca antes en su trayectoria como justiciero.

Y luego están los agujeros de guión. Por ejemplo, ¿Por qué el diácono no desenmascara a Batman mientras lo tiene a su merced? Es obvio: porque descubrir su identidad hubiera complicado significativamente la historia y Starlin no sabía cómo desarrollarlo. Como luego haría en “Una Muerte en la Familia” (en la que el Joker era nombrado embajador iraní ante las Naciones Unidas), el argumento tiene graves fallos de plausibilidad incluso para los parámetros de un comic de superhéroes. ¿Cómo es posible que a Batman lo embosquen de forma tan burda un trío de pandilleros adolescentes? Y, siendo un maestro escapista, ¿no es capaz de encontrar la forma de zafarse de unas sencillas esposas atadas a una cañería?

Por otra parte, y aunque el meollo de la historia consista precisamente en ver a Batman caer y actuar bajo la influencia de una secta, todo el proceso de transformación se antoja demasiado fácil, rápido e inexplicado. Las drogas, la inanición
y la sugestión pueden funcionar con individuos desesperados y confusos, pero si por algo es conocido Batman es por su voluntad férrea y sus principios inconmovibles. Se nos dice que lleva en manos de Blackfire tan sólo una semana y ya está lobotomizado y preparado para convertirse en sicario de su enemigo. Además, ¿a qué viene ese símbolo fálico? ¿Por qué al verlo, por mucho que esté sumido en delirios, experimenta esa súbita epifanía? Igualmente rápida e inverosímil es su recuperación. Como ya mencioné, en pocas páginas, con un poco de descanso, vuelve a ser el Batman sereno y centrado de siempre.

De alguna forma no convenientemente explicada, Blackfire consigue no sólo vencer a Batman sino a la policía de Gotham, la Guardia Nacional y el Ejército. Y todo ello sirviéndose únicamente de unos sin techo fanatizados que sobreviven de forma precaria en las alcantarillas y que sólo cuentan con navajas y pistolas. Ningún cuerpo de seguridad tiene el valor, los recursos ni la competencia como para entrar en el sistema de alcantarillado y limpiarlo con gas lacrimógeno. Y tras haber perdido la ciudad a manos de facinerosos, el presidente de los Estados Unidos decide no enviar al Ejército ¡porque sería
demasiado costoso en vidas humanas!… Y todo, ¿para qué? Lo único que desea Blackfire al encontrarse con Batman es que este lo mate y lo convierta en un mártir. ¿Por qué? ¿Con qué fin?

En justicia hay que decir que no todo son defectos. La obra contiene también varios aspectos atractivos. Por ejemplo, la idea básica de un hombre capaz de reunir un ejército de descontentos y seducir a buena parte de la población de una ciudad con un discurso populista para luego hacerse con el control de la misma. También, aunque esté abordado a brochazos, el fenómeno real del oportunismo religioso que se aprovecha de una sociedad confusa, asustada y políticamente dividida. Es asimismo interesante la exploración que Starlin hace de la historia de Gotham, encuadrado en el esfuerzo que DC realizó a finales de los ochenta y durante los noventa por dar forma al pasado de la ciudad. Aquí se nos presentan a los Miagani, la tribu nativa que habitó la región antes de la llegada de los europeos. Años más tarde, Grant Morrison recuperaría a esos indios para “El Regreso de Bruce Wayne” (2010).

¿Y en cuanto al aspecto gráfico? A priori, tener a Bernie Wrightson encargado del mismo no podía
haber sido mejor aval. Wrightson fue quizá el mejor dibujante de terror de los años setenta, un auténtico maestro de lo macabro que dejó inolvidables historietas para la editorial Warren, trabajos de ilustración antológicos y personajes como “La Cosa del Pantano” (creado junto a Len Wein). Cuando a mediados de los ochenta, con el declive de las revistas para adultos, pasa a dibujar comics de superhéroes, es como si se sintiera fuera de lugar. La verdad es que me resulta difícil reconocer en este comic al gran maestro del terror que fue. Sí, algunas transiciones están muy bien logradas, la técnica narrativa es eficaz (aunque, como decía más arriba, aquí y allá recuerde demasiado a la de Miller), los pasajes alucinógenos están bien planificados y Starlin incluye en el guión momentos en los que Wrightson pueda lucirse, como el sueño en el que Bruce se encuentra con sus padres convertidos en zombis o la caverna repleta de cadáveres.

Pero al final, no se puede soslayar el hecho de que las páginas que nos ofrece aquí el dibujante están muy lejos de las fantásticas historietas que realizara diez años antes. Hay viñetas mal terminadas, apenas bosquejadas; en muchos momentos las figuras están retratadas de forma plana y los fondos
dibujados sin detalles. Tomemos por ejemplo las cinco últimas planchas del segundo número. Robin ha rescatado a Batman y huye con él por las alcantarillas. Tenemos dos páginas de quince viñetas cada una en las que excepto las dos primeras y la última, son fondos negros con bocadillos de diálogo. En la tercera, la linterna de Robin ilumina fragmentos de cadáveres en diferente estado de descomposición hasta que el episodio se cierra con una doble página con un plano general y ya totalmente iluminado de la gran sala llena de cuerpos. Es una muy acertada progresión dramática que podía haber servido perfectamente a Wrightson para volcar todo su talento en el impactante plano final a doble página… para encontrarnos con una escena mediocremente ejecutada. Los muertos apenas se ven y Wrightson está muy lejos de ofrecer aquí su mejor y más atmosférico dibujo.

El coloreado de Bill Wray no sólo no ayuda sino que estropea todavía más el conjunto. Eran los tiempos en que todavía no se podía soñar con las sutilezas y riqueza del coloreado digital y muchos profesionales aún no se habían acostumbrado al formato de papel de mayor calidad propio de las ediciones “prestigio” o “novelas gráficas”. El resultado fue que no
pocas obras lanzadas en ese formato exhibían unos colores manifiestamente mejorables cuando no directamente nefastos. Aquí, Wray –tratando de imitar la técnica de Lynn Varley en “El Regreso del Caballero Oscuro”-, utiliza una deprimente paleta de ocres, azules desvaídos y rojos que no solo resulta chillón en vez de atmosférico, sino que estropea por completo el trabajo de sombreado de Wrightson (que, digámoslo también, tampoco es excepcional).

“El Culto” fue casi el canto del cisne para Starlin en lo que a Batman se refiere. Había comenzado en diciembre de 1987 haciéndose cargo de los guiones de la colección regular “Batman” (en su número 414), con dibujos de Jim Aparo. Según él mismo declaró, esta miniserie
fue lo que propició su abandono de la serie mensual, puesto que la editorial no quería en ese momento que los guionistas de los títulos regulares fueran también los encargados de proyectos especiales. Tras finalizar “El Culto” aún tenía un arco argumental en la manga, esa extravagancia titulada “Una Muerte en la Familia” y cuyo final –la muerte o supervivencia de Robin- se dejó en manos de los lectores vía línea telefónica. Esta saga, dispersa, estúpida e incoherente, no fue, desde luego, la mejor forma de abandonar el personaje.

El trío creativo de “El Culto” volvió a reunirse no mucho después. Starlin, Wrightson y Wray realizaron en 1991 una seudosecuela de esta historia para Marvel y con el Punisher como protagonista, una miniserie de cuatro números titulada “Punisher: P.O.V.”, en la que el papel del Hombre Murciélago era asumido por Frank Castle. Historia mediocre y deslavazada en la que Starlin pierde interés mediado su transcurso, aprovechó un guión rechazado en su día por DC, reconvertido aquí por Marvel en escaparate del Punisher, personaje que en esos momentos vivía su época dorada.

Con ocasión de la remodelación y reinicio que DC hizo de su universo en “Los Nuevos 52”, Snyder y Tynion recuperaron la historia de “El Culto” para su inclusión en el “canon” del héroe,
pero reduciéndola a su mínima expresión: mantuvieron el principio y el final de la historia, pero eliminaron la parte central, incluida la toma y reconquista de Gotham y la batalla de Batman y Robin contra las hordas de vagabundos criminales. Evidentemente, los guionistas intentaron quedarse con aquellas partes de la saga que mejor funcionaban, pero el resultado acaba siendo algo extraño por culpa de las peculiaridades de ese Universo “Nuevos 52”, en el que editores y escritores recurrían constantemente a los personajes de la casa y sus bien establecidas trayectorias, pero sin ceñirse estrictamente a las historias que, precisamente, habían forjado tanto unos como otras. Así, se creó esa estrambótica cuasi-secreta cripto-continuidad, en la que todo lo que había sucedido antes del reinicio podría, quizá, haber ocurrido también, de alguna u otra forma, pero no exactamente como los lectores lo recordaban. En fin, tratar de aprovechar el pasado y, al mismo tiempo, renegar de él.

A pesar de todo lo negativo con que he ido cargando esta reseña, tengo que decir que “El Culto” no me parece tampoco una lectura totalmente superflua. Causó el suficiente impacto en muchos lectores como para que hoy esté considerado un clásico. Su influencia se deja sentir en el tercer film de Nolan sobre el Hombre Murciélago, “Caballero Oscuro: La Leyenda Renace” (2012) en el que Bane comanda desde las alcantarillas un ejército que primero manipula a la población de Gotham y luego la conquista, mientras el herido héroe trata de recuperarse. Incluso parte de la iconografía y algunas escenas están sacadas de este comic casi sin alterar (los cadáveres colgados de las farolas en el comic y del puente en la película; el momento en el que Batman visita en el hospital a un herido Gordon asegurándole que va a volver…)

“El Culto” gusta y disgusta a partes iguales. Para muchos, es una historia caótica y absurda, un claro intento de capitalizar el éxito de “El Regreso del Caballero Oscuro” sin comprender por qué éste funcionó tan bien. Como le sucede a la otra famosa obra de Starlin en Batman, “Una Muerte en la Familia”, el potencial que prometía la premisa de partida nunca llega a satisfacerse.

Otros fans, en cambio, sin negar sus muchos defectos, disfrutan con esta incoherente mezcla de
gore, angustia existencial, violencia y toques de comedia. Valoran positivamente que esté protagonizada por una de las versiones más extrañas, violentas, excesivas y oscuras que ha tenido el longevo personaje y, aunque ello signifique que en no pocas ocasiones se atente contra la propia esencia de aquél, también valoran el coraje necesario para llevarlo a cabo. Esa irreverencia por el mito y su tono macabro atrae tantos lectores como los que repele. Batman es un personaje con una dilatadísima trayectoria y, de forma tan inevitable como accidentada, ha ido absorbiendo el espíritu y modas de cada época.

“El Culto” es una historia brutal, pero también entretenida, con un Batman inédito y polémico que toca uno de los puntos más bajos de su trayectoria como superhéroe.




No hay comentarios:

Publicar un comentario