22 nov 2016

2015-LITTLE TULIP – Boucq y Charyn


En la cubierta de este álbum publicado en España por Norma Comics hay una pegatina de generoso tamaño que avisa a los espíritus sensibles de que la historia de su interior contiene material muy duro. Muchas veces, este tipo de avisos o sistemas de calificación por edades son polémicos o injustificados. Este no es el caso.



Porque lo que Charyn y Boucq nos cuentan aquí es una auténtica tragedia olvidada, la de las víctimas del sistema soviético de gulags, esos lugares perdidos en las inmensidades de Siberia a las que eran enviados no sólo criminales comunes sino, sobre todo y especialmente, disidentes políticos o, simplemente, sospechosos de serlo. Las masivas purgas políticas que llenaron durante décadas esos campos de concentración, las condiciones de vida –y muerte- que los condenados padecían, la brutalidad, abusos y violencia cotidiana, la dejadez deliberada de las autoridades comunistas a favor de mafias de presos… han sido durante décadas muy convenientemente olvidadas por los simpatizantes de esa ideología a favor de otras atrocidades como las masacres nazis de judíos. Stalin y sus sucesores asesinaron silenciosamente a millones de sus conciudadanos por el expeditivo método de enviarlos a unos campos de concentración tan remotos que el resto del mundo no tenía manera de saber lo que allí sucedía. Sólo cuando los gulags cerraron y algunos de los supervivientes consiguieron llegar a Occidente (el caso más célebre fue el del disidente y escritor Alexander Solzhenitsyn) empezaron a aparecer testimonios de los horrores del “Archipiélago Gulag”, como tituló ese autor a su libro de memorias sobre las experiencias que tuvo en esa trituradora penitenciaria.

El guionista norteamericano Jerome Charyn y el dibujante francés François Boucq recuperan ese rincón gélido y olvidado de la Historia del siglo XX para tejer un relato gráfico que mezcla el género detectivesco, la crónica humana y el terror psicológico y que fue publicada originalmente en el periódico “Liberation” en blanco y negro, siendo a continuación recopilado en álbum –ya con colores de Alexander Boucq- por la editorial Lombard.

Nueva York en la década de los setenta del siglo XX. Paul es un artista del tatuaje, actividad que
ejerce con maestría en su propio local y cuyos ingresos complementa con ocasionales encargos de la policía como dibujante de retratos-robot. Su talento casi paranormal para reflejar con exactitud la apariencia de un criminal basándose tan sólo en las descripciones de los testigos, le convierten en un colaborador muy apreciado por los agentes de la ley. Solitario y silencioso, Paul cultiva tan sólo dos afectos, la amistad de la pequeña Azami y el amor por la madre de ésta, Yoko.

Pero cuando un asesino en serie empieza a violar y asesinar mujeres en callejones oscuros dejando como rastro tan sólo un gorro de Santa Claus, tanto la policía como Paul se ven incapaces de determinar su identidad. Aunque el artista no puede visualizar los rasgos del asesino, su intuición y experiencia sí le lleva a formarse una idea de quién y por qué está matando a esas mujeres. Y es que esos homicidios traen de vuelta los fantasmas de su pasado; un pasado tormentoso que el comic, ya desde el comienzo, nos deja adivinar por la mirada gélida, casi muerta, que tiene el protagonista; o su violenta y rápida reacción ante unos atracadores que querían robarle.

Sus recuerdos nos trasladan veinte años atrás, cuando era un jovencito de siete años que llegó con sus padres a Moscú justo al término de la Segunda Guerra Mundial. Su padre, escenógrafo de profesión, aspiraba a trabajar para el cineasta Sergei Eisenstein, pero acabó arrestado por espionaje y toda la familia enviada a un gulag siberiano en la aislada provincia de Kolyma, básicamente un campo de concentración donde los internos realizaban trabajos forzados hasta morir de agotamiento, hambre o enfermedad. Paul, ahora convertido en Pavel, es separado de sus padres –y éstos entre sí- y tiene que aprender a sobrevivir solo. Rápidamente, su candor e inocencia desaparecen y en pocos años aprende bien las reglas que gobiernan esta especie de universo autónomo: la violencia cotidiana, la apatía de los guardias oficiales, el poder de los líderes de las bandas, el abuso sexual a los niños… Adaptarse y endurecerse quizá no habría sido suficiente para conservar la vida, pero gracias a su habilidad como dibujante -talento heredado y fomentado por su padre- obtiene la protección de Kiril la Ballena, jefe de una de las facciones de criminales que controlan el gulag. Éste le pone bajo la tutela de Andrei, un maestro del tatuaje, y el joven Pavel no tarda en convertirse en un habilidoso tatuador, oficio muy apreciado en el claustrofóbico mundo de las mafias rusas, que otorgan a esos dibujos corporales un valor casi místico. Ambas historias, la de la supervivencia de Paul en el gulag dos décadas atrás y su investigación del asesino del Nueva York contemporáneo, se entrelazan conectando trágicamente pasado y presente.

La historia de Paul en el gulag está inspirada en las imágenes y testimonio dejados por Danzig
Baldaev, cuya obra descubrió Boucq por casualidad en una pequeña librería parisiense. Deportado con sus padres cuando era un niño, se convirtió en guardia de un gulag siberiano. Durante los años que pasó allí, dibujó las tragedias que desfilaban ante sus ojos: abusos, humillaciones, torturas, interrogatorios… todo quedó registrado en sus cuadernos con un estilo tosco pero lleno de detalles. Existe una ingente cantidad de documentación relacionada con los campos de concentración nazis, pero de los gulags apenas existe nada: algunas fotografías de los prisioneros que llegaban en tren a esos pedazos de infierno siberiano, pero nada más. Los testimonios de algunos supervivientes es prácticamente lo único que nos queda.

Boucq se sintió inspirado por aquellos textos e ilustraciones y quiso recuperar esa abominación
histórica olvidada construyendo una historia con personajes bien definidos que aportaran la medida emocional de lo que supusieron aquellos lugares para quienes tuvieron la desgracia de conocerlos y con los que el lector pudiera empatizar en lugar de limitarse a leer fríos datos y ensayos históricos. Jerome Charyn, cuyos planes pasaban inicialmente por escribir un guión cinematográfico sobre Carlomagno, quedó seducido por la visión de Boucq y los libros de Baldaev. Además, no sólo conocía el tema gracias a haber escrito un libro sobre Stalin sino que sus padres eran rusos y, hasta cierto punto, se sentía heredero de ese calamitoso fragmento de la Historia.

Los tres comics que ha escrito Charyn para Boucq (“La Mujer del Mago”, “Boca de Diablo” y este que ahora nos ocupa) incluyen varios elementos comunes: la transición de la infancia a la madurez, la relación entre el maestro y el estudiante, la niñez infeliz y solitaria en entornos física y/o psicológicamente hostiles, la irrupción de lo sobrenatural en lo cotidiano y los cambios de escenario y marco temporal a lo largo de la narración (“Little Tulip”, como “Boca de Diablo”, alterna la acción entre Nueva York y la Unión Soviética).

Boucq tomó como modelo para dibujar a Paul a actores como Ed Harris o Viggo Mortensen. Buscaba un rostro enjuto acompañado de un cuerpo huesudo, seco y tenso como un arco, del que emane la sensación de que hay algo roto en su interior. Víctima de años de malnutrición en el gulag, Paul tiene poco pelo y una mirada vacía, pero lo que verdaderamente le caracteriza son los tatuajes que cubren su cuerpo, tatuajes que retratan su vida y que mantiene cuidadosamente ocultos incluso de su amante.

Fue Boucq quien insistió en situar como elemento central del comic los tatuajes con los que adornaban sus cuerpos los “urkas” o miembros de las mafias. No sólo identificaban su afiliación a tal o cual facción, sino que resumían en ellos sus “hazañas”, las prisiones en las que habían estado, los hombres que habían matado o el puesto que ocupaban en la jerarquía criminal. Sobre el corazón se solían tatuar imágenes religiosas: cruces, basílicas, la Virgen, Cristo… esperando que nadie osara atravesarles el cuerpo en esa zona con un cuchillo. Curiosamente, Lenin y Stalin, artífices últimos de su desgracia, también eran efigies
populares. Pero hay algo más, un componente mágico, chamánico, en los tatuajes. El portar en la piel el dibujo de un tigre o un lobo, por ejemplo, “dotaba” a su dueño de sus características: ferocidad, astucia, fuerza…

Esa importancia totémica de los tatuajes en el ámbito carcelario ruso convierte a quienes saben hacerlos en personas importantes y protegidas. El talento de Paul como dibujante y su instinto para extraer imágenes a partir del carácter o los actos de las personas, es su salvavidas, lo que no deja de ser irónico puesto que el dibujo también había sido la causa de la desgracia de su familia en la URSS. El mismo Paul se tatúa su propio cuerpo, ensamblando dibujo a dibujo, como si de un puzzle se tratara, las imágenes que reflejan su propia vida. En este sentido, Paul utiliza el tatuaje como herramienta terapéutica: para sobrevivir, endurecerse, ganar el respeto de los mafiosos con los que se ve obligado a convivir y mantener el recuerdo y legado de sus padres, ambos triturados por la violencia del gulag.

No es fácil extraer una moraleja de este comic, quizá porque no tenga ninguna. El propio Charyn admite que no cree en transmitir mensajes ni aleccionar con sus historias sobre la vida y sus secretos. “Sencillamente, creo en el poder de las historias. El poder para conmover al lector, hacerle reír, llorar, sentir que su vida ha cambiado gracias a lo que yo he escrito. Pero no hay mensajes ni instrucciones. Sólo creo en la música del lenguaje”.

Tanto Charyn como Boucq están, en esta ocasión sí, muy satisfechos con el resultado de su colaboración. De hecho, el escritor considera “Little Tulip” el mejor de sus trabajos. A tenor de las declaraciones de Charyn y Boucq en diferentes entrevistas, resulta chocante esa aparente armonía creativa con que han abordado la obra. Sus dos colaboraciones anteriores, “La Mujer del Mago” y “Boca de Diablo” son dos excelentes comics que, sin embargo, fueron el producto de una tormentosa relación que acabó en desencuentros y enfados. Básicamente el problema residía en la muy diferente visión que de las historias, en su fondo y forma, tenían guionista y dibujante. Charyn escribía guiones realistas que, tras pasar por el particular filtro de Boucq, acababan deslizándose hacia el terreno de la fantasía y el surrealismo. Para colmo, ni el escritor
norteamericano ni el dibujante francés hablaban el lenguaje del otro, por lo cual resultaba imposible la comunicación. Irónicamente y a pesar de esos roces que impidieron cualquier ulterior colaboración durante décadas, las dos obras mencionadas merecieron una excelente acogida tanto por la crítica como por los lectores.

Quizá sea consecuencia de la vejez que el orgullo y las rencillas que estropearon la relación entre ambos creadores veinticinco años atrás hayan sido sustituidos por la tolerancia y el reconocimiento mutuos. En esta ocasión, Charyn aceptó la bondad de los cambios que sobre su guión introdujo Boucq. Este último, por ejemplo, aportó la idea básica del comic y también que el protagonista fuera artista, aunque fue Charyn quien lo convirtió en un tatuador. También sugirió Boucq cuestiones relacionadas con el montaje (comenzar la historia en Nueva York en lugar de en el gulag, por ejemplo) y, claro está, estableció el ritmo de la historia y determinadas derivas de la trama. Boucq, de hecho, detesta trabajar sobre guiones cerrados. Para él, lo que le entrega el guionista no es más que un punto de partida, un marco general en el que él se moverá argumental y artísticamente según crea conveniente. Es éste un planteamiento que, comprensiblemente, puede no gustar a muchos guionistas, que considerarán
que el dibujante ha desnaturalizado y alterado su trabajo de forma inadmisible. Esas fueron precisamente las quejas de Charyn en sus anteriores colaboraciones con Boucq. Pero un cuarto de siglo después había aprendido a conocer y apreciar las fortalezas y peculiar forma de trabajar de su colega francés y, a tenor del éxito popular cosechado y la calidad demostrada por éste en todos sus trabajos, accedió a dejarle la libertad que exigía para sentirse cómodo.

A pesar de su inteligente estructura (una narración alternada de dos historias, una dentro de la otra, conectadas gráfica y argumentalmente en determinados puntos), fluidez narrativa y excelente dibujo, “Little Tulip” no acaba de ser una obra maestra. Tampoco está, en mi opinión, a la altura de “Boca de Diablo” aunque eso no quiera decir ni mucho menos que su lectura no merezca la pena. Quizá el “problema” resida en que lo que aparentemente va a ser una trama detectivesca, no lo es tanto y ambas historias, la de Nueva York y la del gulag, están descompensadas en cuanto a extensión e intensidad. La trama del asesino en serie es demasiado sencilla, una mera excusa para introducir el bloque que verdaderamente soporta la carga dramática de la historia, esto es, la ordalía de supervivencia de Paul en el gulag. El nexo entre Paul y el asesino de Nueva York está
poco fundamentado y la resolución del caso cae, a mi juicio, en el mismo problema que lastraba la conclusión de “Boca de Diablo”: la inclusión, de repente y sin previo aviso, de un elemento sobrenatural que resulta innecesario para rematar la historia existiendo otras soluciones no sólo más verosímiles argumentalmente sino más coherentes con el tono escrupulosamente realista del resto del álbum.

La fortaleza de “Little Tulip” descansa sobre todo en su valor documental. Boucq y Charyn retratan con viveza y precisión descorazonadora la tragedia de los gulags y sus aspectos más sórdidos: la vida y la muerte entre sus muros, la estructura de poder, la crueldad omnipresente, la dificultad de mantener la esperanza en un entorno de semejante sordidez… Es cierto, no obstante, que tampoco el pasaje del gulag está totalmente exento de defectos. Hay cosas insuficientemente explicadas que hubieran necesitado de un mayor desarrollo, como las razones que llevan al arresto del padre de Paul. Además, el recurso a ciertos tópicos hace que aquí y allá se tenga una sensación de “deja vu”, de ya visto: el
maestro que se sacrifica por su protegido, la trágica muerte de la madre, el feroz mundo criminal que también es capaz de actos honorables…

En cuanto al apartado gráfico, en esta historia Boucq se encuentra en su elemento. Su habilidad para plasmar anatomías inusuales y rostros y expresiones a mitad de camino entre el realismo, la caricatura y lo grotesco encuentra campo abonado en todo el segmento del gulag, donde se amontonan individuos de caras crueles o agotadas, enjutos cuerpos tatuados y escenas de gran intensidad física. Boucq es un artista inconfundible e inimitable que no sólo sabe insuflar auténtica vida en sus personajes, sino que es capaz de construir las más diversas atmósferas a partir de estudiadas composiciones, la iluminación de las escenas y la meticulosa inserción de todo tipo de detalles extraídos a partir de una cuidadosa documentación. Su arte –que nunca se ha llegado a desprender del todo del fantasma de Moebius- nos traslada con rapidez y naturalidad desde las calles de la Nueva York de los setenta a los asfixiantes barracones del gulag. Sus páginas, dominadas por las viñetas horizontales, distinguen cromáticamente los
tiempos y lugares en los que transcurren la acción: colores vívidos para Nueva York y tonos sepia y caqui para el gulag.

“Little Tulip” es un álbum muy recomendable por múltiples razones. Narra una historia sólida y madura que recupera mediante personajes de gran intensidad un aspecto poco conocido de la Historia reciente que no debemos olvidar aunque nos gustaría hacerlo; ofrece escenas memorables de tanto verismo como crueldad; mezcla la violencia más atroz y la cara más negra de la naturaleza humana con un extraño sentido de lo poético, lo fantástico y lo sagrado a través del arte y el rito del tatuaje; y, desde luego, está impecablemente dibujada por uno de los maestros reconocidos del comic europeo contemporáneo. Eso sí, como bien advierte el editor en su portada, es un álbum apto sólo para sensibilidades capaces de resistir el embate de la violencia, la muerte y la desgracia.


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